Sala 400.05
Las iniciativas de renovación artística que se dan en España a finales de los años cuarenta cristalizarán, en la década siguiente, en la tímida entrada del arte abstracto. En torno al foro de debate conocido como la Escuela de Altamira, fundado para recuperar el espíritu de la vanguardia en España, se irá fortaleciendo la asociación entre el primitivismo, la abstracción y lo trascendental. La dimensión espiritual que se le atribuye a estas manifestaciones artísticas facilitará su aprobación institucional, que culminó en el I Congreso de Arte Abstracto y la I Exposición de Arte Abstracto, que tuvieron lugar en Santander.
En los últimos años de la década de los cuarenta surgieron diferentes proyectos de recuperación de la vanguardia y la modernidad que fueron secundados por importantes personalidades de la cultura española. Un ejemplo es la Escuela de Altamira, fundada por el pintor Mathias Goeritz, el escultor Ángel Ferrant y los críticos de arte Ricardo Gullón y Pablo Beltrán de Heredia tras la visita de Eugenio d’Ors a la Cueva de Altamira. Este foro de discusión tuvo lugar en tres ocasiones, en Santander en 1948 y 1949 y en Madrid en 1951, reuniendo a teóricos de arte (Ricardo Gullón, Luis Felipe Vivanco, Eduardo Westerdahl, Enrique Lafuente Ferrari, Sebastiá Gasch y el arquitecto Alberto Sartoris) y artistas (Ángel Ferrant, Llorens Artigas, Eudald Serra y Francisco Gutiérrez Cossío). Bajo el influjo de las pinturas prehistóricas de Altamira, reivindicaron un arte «puro», no nacionalista, no político y, como recordará Westerdhal citando a Kandinsky, «al servicio del espíritu». El primitivismo se convierte en un argumento de renovación y un recurso de la abstracción, que se propone como alternativa al surrealismo.
La afinidad consciente con la abstracción americana se manifiesta, por ejemplo, en el diagrama explicativo del origen del movimiento que se usó en las diferentes sesiones del I Congreso de Arte Abstracto, claramente inspirado en el famoso esquema de Alfred H. Barr Jr., director del MoMA. A este marco conceptual se añade una cierta españolidad, caracterizada por la austeridad de una abstracción que se expresó en términos pseudoreligiosos y que satisfizo así a la intelectualidad católica del régimen. Finalmente, con el reconocimiento de Miró, Kandinsky y Klee como referentes, se construyó la genealogía que permitiría presentar el arte moderno español internacionalmente, tal y como se hizo con gran éxito en los años posteriores.