Sala 402
El acto segundo del exilio son los barcos, de nombres conocidos (Stanbrook, Sinaia, Winnipeg, Serpa-Pinto...), que articulan con decisión la diáspora republicana sobre el universo latinoamericano. Barcos en los que se llora, sueña, piensa, dibuja, donde se editan periódicos, se escriben libros fundamentales como Campo francés o Sempre en Galiza, y en los que el exilio se prepara para sus países de acogida y se reinventa como empresa cultural, como nave de conocimiento que, inevitablemente, replica e invierte otros navíos y otras singladuras de la literatura y de la historia. Casi como nave de los locos, representa con ternura Miguel Prieto aquellos barcos salvadores y trasnochados, en los que navegaba —en estado harapiento— una entera reorganización de la cultura española. Allí venían, en metáfora de Juan Ramón Jiménez, los supervivientes de la Atlántida. Viejos mitos españoles se declinan de nuevo para la expresión de las condiciones diaspóricas y, así, la España peregrina —por citar el nombre de la revista publicada por Bergamín en México a partir de febrero de 1940— reescribe el Quijote o la Numancia de Cervantes —para la cual hará figurines Santiago Ontañón— o invoca los Dibujos de la Guerra de Goya —que resuenan en los dibujos de Ismael González de la Serna y Alfonso R. Castelao.
El largo alegato poético de León Felipe, Español del éxodo y del llanto (1939) documenta la arribada republicana al nuevo continente y la emergencia de una identidad diaspórica. Esta se corresponde con la condición humana desnuda, con la vida desposeída (Persona y sacrificio, titula María Zambrano), con el homo saccer que, de un lado, representa la condición apátrida de los españoles derrotados y, de otro, anticipa los horrores bélicos y concentracionarios de la Segunda Guerra Mundial. El trabajo inagotable del exilio, de estudio, edición, impresión y crítica —y creación de nuevas instituciones— solo puede entenderse a partir de sus estrechas alianzas con sus anfitriones lationamericanos, sin menoscabo de sus vínculos con otros exiliados de la Europa totalitaria. En su volumen inmenso permite comprender la continuidad y la trasmisión de los saberes republicanos bajo la metáfora borgiana de la biblioteca: repúblicas de papel, archivos del exilio, el universo textual de las diásporas republicanas —en español, gallego, catalán y euskera— constituye el esfuerzo intelectual más intenso de la cultura española en el siglo pasado.
El arte de los exiliados se expresa a través de un determinado tipo de manifestaciones —en muchos casos, menores, trabajos alimenticios, lindantes con la publicidad, la escenografía, la ilustración, las artes decorativas, o colaboraciones, en ocasiones anónimas, con las empresas culturales de sus países de acogida— pero, incluso desde estos dispositivos, la cultura republicana afronta con densidad e interés las demandas de sentido que la experiencia diaspórica requiere. Pues, además de un archivo, las tareas del exilio condensan una fenomenología, un conjunto de experiencias y de formas de expresión de las mismas, que en su singularidad todavía remiten a otras historias de desarraigo y extrañamiento.
La elaboración conjunta de los traumas de la guerra y del desplazamiento atraviesa la parte más relevante de las producciones del exilio. Representa una marca de origen. En los dibujos de González de la Serna, contemplamos caras desencajadas por la experiencia de desreconocimiento, rostros en devenir animal, disueltos hacia la locura. Psiquiatras exiliados como Francesc Tosquelles o Josep Solanes fueron capaces de establecer que el exilio puede ser también una forma de enfermedad del alma. La experiencia de ruptura, que se deriva de la travesía del Atlántico —cruce simbólico de una laguna Estigia—, debe ser suturada. Para ello, buena parte de la obra pictórica de Maruja Mallo aplica estrategias de desdoblamiento, de duplicación. Se propone espejar la experiencia subjetiva a un lado y otro del océano a través de mujeres, de formas, de máscaras. Tiende —usando redes de pesca o espigas— vínculos que buscan poner en conexión la identidad exílica con sus mitos de origen. Esta misma voluntad de tejer redes, reestablecer las conexiones y, con ellas, las pertenencias, es la que explica los paisajes abstractos de la Alegoría del invierno de Remedios Varo (1948) –en origen un anuncio de Bayer– o de Esteban Francés. Otras veces, la elaboración del trauma requiere de la estrategia contraria, que pasa por mostrar la cesura, la amputación, el miembro seccionado, el cadáver o, incluso, el fragmento de cadáver. Son las Trois têtes de mouton (1939) de Picasso, el paisaje atormentado de Miguel Prieto, con su Viñedo y pájaros (1940). También las esculturas de Alberto, o los «fósiles» de Manuel Ángeles Ortiz, siendo estos como la escultura de un náufrago que se dijese con los restos de mi barca me haré un hacha.
La improta alegórico-política de Pablo Picasso ofrece un imaginario compartido, una gramática común a estos pintores, como es el caso del lienzo de Prieto La vaca parturienta (1940), a propósito de los gritos agónicos de una Europa desgarrada sobre un paisaje postbélico y de toques criollos. Dentro de este mismo paradigma «traumático» cabe leer los trabajos de José Vela Zanetti para la sede de las Naciones Unidas, que participa en esta idéntica exhibición de las heridas trágicas del siglo y que trabaja, no obstante, en el horizonte de una necesaria cultura de la paz. A propósito de la misma, en plenos tiempos de ideologías de confrontación y Guerra Fría, otros artistas como Óscar Domínguez (Ametralladora, 1956) se mostraban más pesimistas desvelando, al borde del suicidio, el lugar estructural de la violencia soberana en el discurso de la técnica que en el siglo pasado se llamaba progreso.