La apuesta por la abstracción desde la política cultural que definen Luis González Robles y José Luis Fernández del Amo -responsables de la creación y dirección del Museo Español de Arte Contemporáneo en los años cincuenta y sesenta- alcanza una de sus cotas máximas con el grupo El Paso (1957-1960) del que Manuel Rivera (Granada, 1927 - Madrid, 1995) es miembro fundador.
Esta exposición reúne más de setenta obras, incluidos dos bocetos de esculturas y una veintena de dibujos (faceta apenas conocida del pintor) y revisa la trayectoria de uno de los más destacados artistas que, desde presupuestos afines al Informalismo, defiende la materia por sí misma. Con una marcada voluntad experimental, desarrolla una nueva gramática, al convertir la tela metálica en medio de expresión, hasta transformarla y considerarla en poco tiempo como material estético. Su trabajo es reconocido tempranamente en la Bienal de Sao Paulo (1957) y en la de Venecia (1958) e ilustra el triunfo de la quiebra de valores y principios tradicionales de la pintura, como el uso de pinceles, lienzo, normas de composición, etc. Asimismo, el trabajo de Rivera ilustra la crisis del cuadro de caballete, que determina buena parte de las prácticas artísticas internacionales tras la Segunda Guerra Mundial, como ocurre con las propuestas espacialistas de Lucio Fontana.
La obra de Rivera se basa en la relación dual espacio-luz que logra con las telas metálicas. En 1956 trabaja cuadros en un único plano, al tensar las telas sobre un bastidor de hierro o de madera. En ellas ya están presentes los componentes expresivos fundamentales: la tensión y el drama concentrados en la bicromía blanco (fondo) y negro en Composición 8 (1956-1957) y la serie Metamorfosis, que inicia en 1958.
Al aumentar el ancho de los bastidores compone en dos planos y pone en marcha su concepto espacial. La inclusión de pivotes atornillados le sirve para añadir más planos sin tener que agotar la superficie. Es la luz -por las vibraciones ópticas que causan un efecto muaré y el trabajo mediante veladuras de claroscuro- lo que crea las formas y, como señala su hija Marisa Rivera, logra “transmutar la materia en una emoción sin contornos”, tal como se advierte en Espejo hechizado (1963) o la serie Estorzuelo (1993). Pese a los efectos tridimensionales, Rivera trabaja sin ánimo escultórico e insiste en que todo deriva de las propiedades de la luz y el material.
A mediados de los sesenta, incorpora el óleo en sus cuadros en calidad de recurso dramático, al reducir la paleta a rojo, negro, azules y verdes en Metamorfosis. Huella en el espejo. Num. 7 (1974) y Oráculo 9 (1990). Tiene el mismo fin al sumar elementos como ganchos, hebillas o alambradas, que simbólicamente cosen heridas o aluden al desgarro, como en Retablo para las víctimas de la violencia (1977). Al componer en dípticos y trípticos, añade también a las obras un sentido casi religioso y las convierte en grandes máquinas dramáticas, de modo que, muchos títulos como Me duele España (1964-1966) o Espejo traje de noche para la muerte (1980-1981) remiten a la represión franquista y a la situación contemporánea del país.
Datos de la exposición
Casa del Águila y de la Parra, Santillana del Mar (4 julio - 4 septiembre, 1997); Palacio de los Condes de Gabia, Granada (18 septiembre - 30 noviembre, 1997)
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